martes, 28 de mayo de 2013

Oración de San Buenaventura para después de la comunión

         Señor Dios todopoderoso, Criador y Salvador mío, ¿cómo he tenido atrevimiento para llegarme a ti, siendo una tan vil, tan sucia y tan abominable criatura? Tú, Señor, eres Dios de los dioses y Rey de los reyes, tú eres la suma de todos los bienes, toda la honestidad, toda la hermosura de la honestidad, toda la utilidad y toda la suavidad; tú eres fuente de resplandor, fuente de melodía, fuente de amor y abrazo de entrañable caridad. Y con ser tú el que eres, tú ruegas a mi, y yo huyo de ti; tú tienes cuidado de mi, y yo no lo tengo de ti; tú siempre me sirves, y yo siempre te ofendo; tú me haces infinitas mercedes, yo las menosprecio, y tú finalmente amas a mí que soy vanidad y nada, y yo no hago caso de ti que eres infinito y incomunicable bien. El hedor y horror abominable del mundo antepongo a ti. Esposo benignísimo, y más me mueve la criatura que el criador, más la vanidad que la eternidad, más la detestable miseria que la suma felicidad, y más la servidumbre que la libertad. Y como sea verdad que valen más las heridas del amigo que los engañosos besos del enemigo, yo soy de tal condición, que más quiero las engañosas heridas del que me aborrece, que los dulces besos del que me ama.
         Mas no te acuerdes, Señor, de mis pecados, ni de los de mis padres, sino de las entrañas de  tu misericordia y del dolor de tus heridas. No mires lo que yo contra ti hice, sino lo que tú por mi hiciste: porque si yo he hecho cosas por donde me puedas condenar, tú tienes hechas muchas más por donde me puedas salvar. Pues, Señor, si me amas así como lo muestras, ¿por qué me desamparas? ¿Por qué te alejas de mí? Oh amantísimo, Señor, tenme con tu temor, apriétame con tu amor y sosiégame con tu dulzor.
         Confieso, Señor, que yo soy aquel hijo pródigo que viviendo lujuriosamente y amando a mí y a tus criaturas desordenadamente, desperdicié toda la hacienda que me diste. Mas agora que reconozco mi miseria y pobreza, y vuelvo acosado de la hambre a las paternales entrañas de tu misericordia, y aquí me he llegado a esta mesa celestial de tu preciosísimo Cuerpo, ten por bien mirarme con ojos de piedad, y salirme a rescebir con los secretos rayos de tu gracia, y tender sobre mí los brazos de tu inefable caridad, y darme besos de suavidad y paz. Conozco, Padre mío, que pequé contra ti, y que ya no merezco llamarme hijo tuyo, ni aun siervo jornalero: mas con todo esto ten misericordia de mí, y perdona mis pecados. Suplícote, Señor, mandes que me sea dada la vestidura de la caridad, el anillo de la fe y el calzado de la esperanza, con el cual pueda yo andar más seguro por el camino fragoso de esta vida. Váyase fuera de mí la muchedumbre de todos los vanos pensamientos y deseos, que uno es mi amado, uno mi querido, uno mi Dios y mi Señor. Ninguna cosa, pues, me sea dulce, ninguna me deleite sino solo Él. Él sea todo mío y yo todo suyo, de tal manera que mi corazón se haga una misma cosa con Él. No sepa yo otra cosa, ni otra ame, ni otra desee, sino sólo a Jesucristo, y éste crucificado. El cual con el Padre y Espíritu Sancto vive y reina en los siglos de los siglos.  Amén.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. III, F.U.E. Madrid 1994, p. 94-5

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