martes, 4 de diciembre de 2012

Francisco de Javier, atleta de Dios


           Os  rogamos y suplicamos una y otra vez que el Señor, por aquella nuestra íntima amistad en Cristo Jesús, que nos escribáis los avisos y medios para más servir a Dios nuestro Señor, que allá os pareciera que debemos hacer…
         Me di en seguida cuenta de que aquel hombre era algo más que un aventurero; hacía un viaje arriesgado, entregándose por entero a una aventura que le superaba y que en el fondo de su cuerpo de atleta se escondía un alma frágil con un deje de secreta inseguridad[1].

*****

Se trataba de la habitación grande en el tercer piso, con varias camas. La ventana, situada en un ángulo de la rue de les Chiens era aquella desde la cual Javier lo había visto por primera vez.
         -Os ha tocado vivir en el ‘paraíso’, que es así como llamamos aquí a la torre. Ah, por cierto, os presento a vuestros compañeros de cámara: Francisco de Javier, Pedro Fabro y yo mismo.
         Los dos primeros ordenaban a aquella hora su cuarto. Javier le miró fríamente. Iñigo observó que el joven navarro, además de guapo y alto parecía distinguido, de ojos claros, piel sonrosada y cuidada barba; bromista y simpático además como ninguno. Ya era laureado en filosofía, materia que enseñaba en el colegio de Beauvais. Pero no le dedicó la mínima sonrisa al recién llegado. Desde el primer momento que vio a Iñigo, Javier guardó hacia él marcadas distancias con cierto aire de superioridad.
        -Francisco Javier es un campeón. ¿Sabéis que vence siempre en los juegos atléticos que se celebran en las praderas de la Ile?. Pero no sólo salta como un galgo, también sabe divertirse a pierna suelta este navarro bribón,
-dijo con sorna el Maestro Peña.
        Fabro, más suave, le devolvió una sonrisa cordial al recién llegado[2].

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        Por aquellas fechas, ya en 1534, Fabro regresó a París. Había encontrado a su madre muerta y después de estar siete meses con su padre recibió los Ejercicios de Ignacio de Loyola. Se retiró a una casa solitaria durante treinta días, ayunando y tiritando de frío, hasta que Iñigo le ordenó que comiera algo y encendiera el fuego.
        También Javier experimentó una repentina transformación. Moldeada ‘la más dura pasta’, resulta que los ansiados pergaminos de Navarra, reconociendo en ‘público documento’ que Javier era ‘hombre hidalgo, noble y gentilhombre’, llegaron tarde. Dinero y gestiones inútiles. El atleta había dado un inesperado gran salto que iba a cambiar su vida[3].

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         -Pero ¡qué locura habéis hecho, Maestro Francisco?
     Se había apretado tan fieramente los músculos de los brazos y las piernas que los cordeles penetraron de tal forma que desaparecieron bajo la carne hinchada y entumorada. Sus compañeros no veían la manera de cortarlos y temieron que hubiera que amputarle un brazo. Era puro fuego este Javier. Afortunadamente se curó. Pero el hombre que regresó al barrio latino era otra persona, un Javier no sólo deshecho de las vanidades de este mundo, sino dispuesto a todo con tal de seguir a Jesucristo de cerca. Se lo comentó a sus compañeros.
         -Íñigo es el padre de mi alma, un padre en las entrañas de Cristo.
         Allí empezó la carrera más decisiva de su vida y su más aguerrido salto de atleta que le trajo aquí a Goa y a un género de vida que, os lo aseguro, aún no acabo de entender. Aunque a mí, forzado por la necesidad al destierro e irrespirable clima, me seguían ocupando muy diferentes ideales junto a otros asuntos mucho más a ras de tierra[4].

*****

         -¿Queréis algunos libros?
         -Me basta el recado de misa, el breviario y este libro para la lectura espiritual.
         Era un libro en latín encuadernado en cartoné forrado en fina piel negra prensada, que llamaban el Marcus Marulus, donde Maestro Francisco encontraba ejemplos y datos para sus sermones. El único libro que junto con el breviario llevaba a todas partes. Pese a sus éxitos intelectuales en París, Javier era un hombre de acción y decía que prefería siempre aprender de los hombres, ‘los libros vivos’.
       Luego se despidió del gobernador, el obispo y el vicario y el superior de los franciscanos. Don Martín le ponderó a los paravas, por los que se había jugado la vida. El nuevo custodio de los franciscanos le prometió que el año siguiente le mandaría un fraile con un hermano. Y el buen obispo extremeño apenas pudo contener las lágrimas al decirle adiós y darle su bendición. El doctor Saraiva se despidió con un fuerte abrazo[5].

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         -Pero qué palabra elegimos para nombrar a Dios sin que se confunda con las que usan para los dioses paganos? -arguyó Gaspar.
No era empresa fácil. Tres meses estuvieron encerrados intentando culminar aquel trabajo ímprobo. Maestro Francisco, que no podía ni soñar con aprenderse el endiablado alfabeto tamil, escribía los sonidos con caracteres latinos y se los aprendía de memoria. Sus compañeros no podían evitar la risa cuando escuchaban la pronunciación de Javier, a quien corregían una y otra vez. Especialmente difíciles eran los sonidos de las consonantes l, r, n y  d.
         En cuanto pudo se lanzó a la calle. ¡Qué empeño y tesón tenía aquel hombre! Lo veía muy de mañana recorrerse todos los días las calles de arena y polvo, campanilla en mano, a congregar muchachos y los hombres que podía. Lo hacía dos veces al día
         -A ver, repetid conmigo- gritaba en tamil[6].

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         -¡Parecen piratas! –exclamó Joâo de Eiró.
         -¡Remad de nuevo hacia la bahía! ¡Y no tangáis miedo!- exclamó Javier.
         Seguimos su consejo y pronto divisamos, a medida que los montes de Amboino se acercaban, una bahía entre dos blancos promontorios donde el mar rompía azul y espumante. Se parecía al delta de un gran río que se estrechara hacia el interior. Superado el primer promontorio hacia la derecha, surgió ante nuestros ojos un pueblo formado por oscuras cabañas de hojas de palma a la sombra de cocoteros y rodeado de huertos de árboles frutales. Sobre la blanca playa descansaban docenas de praus. Otros pueblos fueron surgiendo sucesivamente en la costa y, tras ellos, la feraz selva virgen de un verde chillón que cubría las laderas de las montañas. Todo era intenso: el color del cielo, el verde de la arboleda, el sol que rutilaba prestando relieve y una inusitada calidez al paisaje. Al fondo de la extensa bahía presidía el conjunto el cráter achatado de un volcán[7].

*****

         Tengo que reconocer que la costumbre de haber navegado durante tanto tiempo cerca de Javier me dejaba un sabor a nostalgia en el alma: el no poder participar en el nuevo desafío, la nueva aventura que se había impuesto. ¿Qué experiencias estaría arrostrando en el viaje a Japón en aquel junco chino pilotado por un pirata y rodeado de tripulantes paganos?.
       Sólo al cabo del tiempo pude satisfacer mi curiosidad. El cordobés Juan Fernández me contaría con detalle cómo vivieron esa accidentada travesía[8].




[1] LAMET, Pedro Miguel, El aventurero de Dios, ed. La esfera de los libros Madrid 2006, p. 65
[2] Op. Cit. p. 195
[3] Op. cit. p.213
[4] Op. Cit. 221
[5] Op. Cit. p. 244
[6] Op. Cit. p. 296
[7] Op. Cit. p.496
[8] Op. Cit. p. 608

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