Pero había algo que acosaba a los
mortales con mayor crueldad todavía, la superstición impía. Como el hombre
tiene dentro una religión natural que le lleva a la creencia de que la vida no
se puede sustentar sin el auxilio divino, cuando busca a Dios sin poder separar la
mente de los sentidos, se le ocurren representaciones corpóreas de la
divinidad. Primero los hombres, al ver los astros extendidos por el firmamento
y que brillaban con sus luces radiantes, les atribuían honores divinos y daban
a las obras de Dios la gloria que a él sólo se le debía. Después, como debido a
la gravedad de sus cuerpos no podían contemplar largo tiempo el brillo de los
astros, buscaron dioses en la tierra y empezaron a adular a los tiranos y a
poner como dioses a los hombres más excelentes. Luego, muchos llegaron a tal
grado de locura que en su religión tenían por sagrados sus amores o sus
placeres. El emperador Adriano, hombre dado al estudio de la filosofía (el
pudor me impide hasta pensar en ello), consagró como dios a Antinoo, su
favorito, lo que le hizo exclamar con toda razón a Prudencio: ¿Y qué voy a decir de que Antinoo ha sido
entronizado como un dios?[1]. Sucedió así que
aquel animal regio y excelso, nacido para el imperio y la gloria, despreció la
autoridad del Padre celestial, con ese crimen sacrílego dejó de darle culto y
se entregó como esclavo a la pasión y a toda clase de excesos, llegando al
extremo de creer que se tenía que rendir culto no ya a los astros o a imágenes
de hombres impuros, sino incluso a representaciones de infamias o de bestias
crueles. Sucedía así que el mal saltaba de júbilo, que el enemigo del género
humano arrogante volaba veloz por la tierra y a todos los hombres, atados con
las cadenas de la pasión y de los vicios, los sometía a perpetua esclavitud.
¿Qué maldad podía faltar en el mundo si, extinguida la verdadera religión y
piedad, en lugar de adorar a Dios daban culto a las serpientes y a los
monstruos?. Como dice el Sabio: El culto
de los abominables ídolos es principio, causa y fin de todo mal[2].
Cuando se extingue el conocimiento de
la verdadera divinidad, la mente humana es invadida por tinieblas que la
ciegan; poco a poco se olvida de su propia dignidad y ya no mira, ni ama, ni
espera otra cosa que aquello que concierne a la utilidad del cuerpo y a su
placer.
Fray
Luis de Granada Obras Completas, t. XXIV,
F.U.E. Madrid 1999, p. 149
(Traducción de Ricardo Alarcón Buendía)
(Traducción de Ricardo Alarcón Buendía)
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