lunes, 3 de diciembre de 2012

Sermones de Adviento IV: Idolatría


         Pero había algo que acosaba a los mortales con mayor crueldad todavía, la superstición impía. Como el hombre tiene dentro una religión natural que le lleva a la creencia de que la vida no se puede sustentar sin el auxilio divino, cuando busca a Dios sin poder separar la mente de los sentidos, se le ocurren representaciones corpóreas de la divinidad. Primero los hombres, al ver los astros extendidos por el firmamento y que brillaban con sus luces radiantes, les atribuían honores divinos y daban a las obras de Dios la gloria que a él sólo se le debía. Después, como debido a la gravedad de sus cuerpos no podían contemplar largo tiempo el brillo de los astros, buscaron dioses en la tierra y empezaron a adular a los tiranos y a poner como dioses a los hombres más excelentes. Luego, muchos llegaron a tal grado de locura que en su religión tenían por sagrados sus amores o sus placeres. El emperador Adriano, hombre dado al estudio de la filosofía (el pudor me impide hasta pensar en ello), consagró como dios a Antinoo, su favorito, lo que le hizo exclamar con toda razón a Prudencio: ¿Y qué voy a decir de que Antinoo ha sido entronizado como un dios?[1]. Sucedió así que aquel animal regio y excelso, nacido para el imperio y la gloria, despreció la autoridad del Padre celestial, con ese crimen sacrílego dejó de darle culto y se entregó como esclavo a la pasión y a toda clase de excesos, llegando al extremo de creer que se tenía que rendir culto no ya a los astros o a imágenes de hombres impuros, sino incluso a representaciones de infamias o de bestias crueles. Sucedía así que el mal saltaba de júbilo, que el enemigo del género humano arrogante volaba veloz por la tierra y a todos los hombres, atados con las cadenas de la pasión y de los vicios, los sometía a perpetua esclavitud. ¿Qué maldad podía faltar en el mundo si, extinguida la verdadera religión y piedad, en lugar de adorar a Dios daban culto a las serpientes y a los monstruos?. Como dice el Sabio: El culto de los abominables ídolos es principio, causa y fin de todo mal[2].
         Cuando se extingue el conocimiento de la verdadera divinidad, la mente humana es invadida por tinieblas que la ciegan; poco a poco se olvida de su propia dignidad y ya no mira, ni ama, ni espera otra cosa que aquello que concierne a la utilidad del cuerpo y a su placer.


Fray Luis de Granada Obras Completas, t. XXIV, F.U.E. Madrid 1999, p. 149
(Traducción de Ricardo Alarcón Buendía)




[1] Cf. J. OSORIO, De iustitia coelesti, Colonia 1574, f. 36v; Aurelio PRUDENCIO, Contra Symmacum, lib. I, v. 271
[2] Sb 14, 27

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