sábado, 12 de enero de 2013

Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?


Casi seguro que así hablaría la santísima Virgen con Dios en este refugio incólume de salvación humana: ‘Sólo tú, Padre clementísimo, conoces mi soledad, mi tristeza y la angustia de mi corazón, porque sólo Tú aseguras mi favor y la dignidad de tu Hijo predilecto. He perdido el único bien, en el que estaban depositados todos los tesoros de tu sabiduría, todos los apoyos de la vida, todos los consuelos de la esperanza. Si David se entristeció, como lo hizo, por la muerte de su hijo Absalón, a pesar de que era un indeseable[1] ; si Jacob, con tantos hijos, llevaba tan mal la muerte de uno sólo José, al que creía muerto[2], ¿qué haré yo, madre de mi hijo pequeño, esto es, de tu Hijo Unigénito, privada de tan gran tesoro?. Si en algo he ofendido tu mirada divina; si he hecho algo mal, he aquí que mi cuerpo está preparado a recibir todos los dardos de tu justicia; pero no permitas que sea separada de tu queridísimo Hijo.
Enviaste antiguamente, Padre cleméntísimo, una estrella espléndida, para conducir a los Magos desde Oriente hasta la cuna de tu Hijo; envía ahora, por favor, tu luz para que llegue rectamente hasta el abrazo de tu Hijo; para que me muestre 'dónde está mi amado, dónde pace y dónde se recuesta al mediodía'[3]. ¿Quién no lloraría al verla llorar y gemir? ¿Cómo no responderían aquellas entrañas divinas a tan piadosos reclamos?.
Con estas piadosas lágrimas, con estos ruegos mereció encontrar a su deseado Hijo, después de tres días, sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles. Y le dijo su Madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos. Y Él les respondió: ¿Porqué me buscábais? ¿No sabíais que conviene que esté en las cosas que son de mi Padre?[4]. ¿Para qué otra cosa, pues, he venido al mundo; para qué tomé carne; para qué asumí la naturaleza humana, si no es para engrandecer la gloria de mi Padre, y reconducir a los hombres extraviados hasta el pastor y obispo de sus almas?.
Pues aunque Cristo Señor aplazase su misión de enseñar hasta su edad madura, tiempo en el que tenía destinado presentar a los ojos de los mortales la luz de su doctrina, sin embargo, de la misma manera que el sol antes de salir y mostrarse totalmente a los hombres, empieza a desvanecer poco a poco las tinieblas y a iluminar el mundo con el resplandor de su luz inminente; así también Cristo, Sol de justicia, que iba a iluminar el mundo casi a los treinta años de edad, empezó a los doce a disipar con su fulgor las tinieblas y la niebla.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXVI, F.U.E. Madrid 2000, p. 15-6

Transcripción y traducción de Mª del Mar Morata García de la Puerta




[1] Cf. S II, 18, 33
[2] Cf. Gn 37, 34
[3] Cf. Ct 1, 7
[4] Lc 2, 46-49

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