miércoles, 2 de enero de 2013

La fe de María


        Os ruego hermanos que os fijéis en la fe, en la magnanimidad, en la prudencia y en la obediencia de la Virgen. Nada cuestiona ya, nada pide, nada pregunta de lo mucho que, humanamente hablando, pudiera inquirir. ¿No os parece que pudo replicarle?: Tú me anuncias una concepción y un parto por virtud del Espíritu Santo. ¿Qué dirá mi esposo, al que le he prometido fidelidad? ¿Qué dirá cuando vea que estoy encinta? Cuando Samuel recibió de Yavé el encargo de ungir a David rey, se apoderó de él un miedo de muerte y objetó : Se enterará Saúl y me matará[1]. Cuando el Señor envió a Ananías a bautizar a Saulo, le aterró la comisión y objetó: Señor, he oído que este hombre ha hecho muchas maldades a tus santos en Jerusalén[2]. Pudo, pues, apoderarse de la Virgen María el miedo a la muerte y a la infamia, ya que estaban en juego dos bienes sumamente apreciados entre los humanos: la fama y la vida. Y que ese miedo no era banal en el caso de la Virgen María, los acontecimientos posteriores lo demuestran: José pensó abandonarla, si el ángel no le hubiera aconsejado[3]. Aunque la santísima y humilde Virgen tuviese en cuenta todos esos riesgos, no dudó ni un momento, no preguntó nada, se puso toda en manos de la providencia divina, cuya voluntad se le anunció. Antes de ese anuncio inquirió: ¿Cómo puede ser eso?, etc. Después de la respuesta del ángel, nada pregunta, aunque es consciente de los riesgos. Se pone enteramente en manos de Dios: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XL, F.U.E. Madrid 2003, p. 136-7
(Traducido por Álvaro Huerga)


[1] SI, 16, 2
[2] Hch 9, 13
[3] Cf. Mt 1, 19

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