miércoles, 2 de enero de 2013

La humildad de María


         Mas la Virgen María, no obstante su turbación, no se desmaya, sino piensa, inquiere. Se turba por los elogios, pero ‘discurre’, temerosa y humilde. Para explicar la causa de su temor, que ella calla, debemos recordar que la santísima Virgen estaba enriquecida con todas las virtudes, entre ellas la humildad. Porque así como los que construyen una alta torre cavan cimientos profundos para que soporten bien el peso del edificio, así Dios, habiendo adornado el alma de la Virgen con dones de gracias superiores a los que otorgó a todas las criaturas, puso en ella profundísimos cimientos de humildad, para que no peligrase la maravilla de tantas virtudes y carismas con el soplo de la más mínima elación o humana vanidad. No estuvo adornado con esta virtud aquel excelso ángel Luzbel, que cayó en el abismo, ofuscado, como dice Ezequiel, por su propia hermosura[1]. Y a san Pablo, para que no se enorgulleciera con la magnitud de las revelaciones recibidas, no le libró Dios del estímulo de la carne[2]. Teniéndolo a la vista, no perdió nunca de ojo la debilidad humana, y su consideración le sirvió de ayuda para no envanecerse. En verdad, la santísima Virgen María estaba exenta de todo riesgo gracias a su profundísima humildad; su turbación se debía sobre todo a su grandísima humildad, que la hacía reputarse por la más ínfima de todas las criaturas, no digna de ningún elogio, y menos el de bendita entre todas las mujeres. Para una verdadera humilde, que se reconoce tan poca cosa, nada hay más nuevo y preocupante que oírse llamar llena de gracia, bendita entre todos los mortales, elogios tan ajenos a lo que siente de sí misma.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XL, F.U.E. Madrid 2003, p. 74-75
(Traducido por Álvaro Huerga)




[1] Ez 28, 17
[2] Cf. Co II, 12, 17

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